miércoles, 26 de diciembre de 2012

APRENDIENDO A SERVIR



Espiritismo para niños
Autora: Célia Xavier Camargo
  
Aprendiendo a servir

Elizabete, de nueve años, llegó de la escuela con hambre, cansada y un poco tediosa. La mañana había sido llena de actividades y ella quería descansar. No bastara eso, aún tenía deberes para hacer.    
Mal humorada, protestó:
— ¡Estoy exhausta, mamá!
— ¡Almuerza y después descansas un poco! — sugirió Rute, la madre, envolviéndola en un abrazo cariñoso.
Después de la comida, como hábito, Bruno, el padre, se acomodó en el sofá para ver el informativo por la televisión, y Bete, olvidada del cansancio, se sentó al lado de él.
No es que a ella le interesaran las noticias, sólo era para hacer compañía al padre. Sólo conseguía verlo a la hora del almuerzo y después del servicio, pues cuando él salía de mañana ella aún estaba durmiendo.
De repente, una noticia la dejó impresionada: toda una región hubo quedado inundada en virtud de fuertes temporales, que causaron aún el desbordamiento de un río. Centenares de casas fueron destruidas y las familias perdieron todo.   
La niña miraba y veía las imágenes de familias enteras que nada más poseían y tendrían que ir para un refugio comunitario, y su corazón se llenó de piedad por la triste condición de aquellas personas, pensando: ¿Y se fuéramos nosotros que hubiéramos perdido todo?...       
También atraída por la noticia, Rute quedó viendo las imágenes y se emocionó con los testimonios, llena de compasión. 
Bete, que por primera vez se enteraba de una situación tan trágica, deseando hacer alguna cosa, propuso:
— ¡Mamá! ¿Podemos mandar algo para esas personas? ¡Ellas quedaron sin nada! ¡A mi me gustaría ayudar!   
La madre, respondió con ternura:
— ¡Claro, hija mía! Podemos ayudar, sí.
Y, delante del interés de la hija por auxiliar a otras personas, Rute aprovechó la oportunidad e invitó:
— Bete, si tú tienes tanto deseo de ayudar al prójimo, ¿qué piensas en ir conmigo a la favela?
— ¿Dónde queda eso, mamá? ¿Aquí también hay gente que necesita de ayuda? 
— Hay sí, hija mía. Favela es sólo el nombre que las personas dan a barrios muy pobres y que necesitan de ayuda. Sólo que, como sus necesidades no son divulgadas, gran parte de las personas no están sabiendo.
— ¡Ah!... ¡Yo quiero conocer ese lugar, mamá! — dijo la niña interesada.
El día marcado, Bete y la madre colocaron en el coche géneros alimenticios, ropas, calzados, medicamentos, caja de primeros socorros y un montón de otras cosas. Después de llenar el coche, partieron. 
Bete estaba toda animada. Aproximándose al lugar, la niña fue quedando espantada. Sólo existían barracas hechas de restos de madera y cubiertas con plástico.   
Allá llegando, Rute dejó el coche y, parando delante de una de las barracas, tocó las palmas. La mujer que abrió la puerta quedó con los ojos brillando al ver a Rute.
— ¡Fue Dios quién la mandó, doña Rute! Estamos sin nada aquí en casa, y mi marido se hirió ayer cuando volvía del trabajo. ¡Aún no pude hacer nada! 
Con familiaridad, la recién llegada la calmó: 
— No se preocupe, Josefa. Trajimos alimentos — dijo, mostrando la caja de mantenimientos que había cogido del coche. — Déjeme ver a su marido.     
La mujer la llevó hasta el cuarto, donde un hombre gemía de dolor. Pidiendo permiso, Rute examinó la herida y dijo: 
— Creo que no es grave, pero realmente él debe estar sintiendo mucho dolor.
Fue hasta el coche a buscar la caja de primeros auxilios, mientras Bete hablaba con el matrimonio.
Volviendo, Rute hizo una cura en el hombre, después pidiendo un vaso con agua, le dio un analgésico para calmar el dolor. Él quedo aliviado y muy agradecido. 
— ¡Sólo la señora así, doña Rute, para ayudar a la gente! ¡Dios se lo pague!
De aquella casa, ellas pasaron a otra, y otra más, y otra más…
En todas, Bete vio la misma gratitud y el mismo cariño por su madre, lo que la dejó feliz y admirada.    
Cuando terminaron las visitas, cansada, pero satisfecha, Rute dijo a la hija: 
  ¡Gracias a Dios terminamos por hoy! Gracias hijita, por tu ayuda.
La niña miró para la madre y habló:
— Mamá, yo también quiero ayudar a esas personas, como tú haces. ¡Quiero distribuir alimentos, ropas, hacer curas!... 
Y la madre explicó a ella que, para hacer la caridad, tenemos que dar algo que sea realmente nuestro, y ejemplificó:
— Bete, si tú das alimentos, en el fondo, seré yo la que haré el bien. Tú puedes donar de tus cosas: ropas, calzados, juguetes y libros que no te sean más útiles. En cuanto a la cura, primero tú tendrás que aprender a hacerlo. De momento, es aún un poco pronto.   
La niña sonrió, y la madre acarició sus cabellos, sugiriendo:
— Además de eso, hija mía, tú puedes ayudar de otra forma. ¡Dona amor! Conversa con las personas, juega con los niños, da atención a ellos. Y lo que hagas, hazlo con mucho amor. Porque lo importante no es lo que la gente da, sino cómo hacemos eso. ¿Entendiste?
— ¡Sí, mamá!
— Si tú quieres, puedes aprender a hacer tricote o croché, y hacer ropitas para calentarlas en el invierno. Con el tiempo, podrás aprender muchas cosas y enseñar a ellas, hasta a leer y a escribir. ¿Sabe que gran parte de esas personas no están alfabetizadas? ¿Qué piensas?   
  ¡Me gusta, mamá!
— ¡Muy bien! ¡Ahora vamos para casa!
Aquella tarde había sido bastante productiva y ellas estaban satisfechas. 
La pequeña Bete traía el corazón y la cabecita llena de nuevas ideas que pretendía poner en ejecución. 
Entendió que para hacer el bien no  es necesario ir a buscar lejos. Basta mirar alrededor suyo. ¡A veces, las oportunidades están mucho más cerca de lo que se imagina!